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lunes, 8 de marzo de 2021

PAPAYA Y YOGUR

Desperté a las 8:00 a.m, en punto; como si una alarma exacta hubiera sonado en mi cabeza. Desperté de golpe y corrí a preparar el desayuno: papaya con yogur y un poco de granola. Parte de la mentira de mi constante dieta que comienzo los Lunes y que rompo los Viernes con cerveza y frituras. 

Me senté en la mesa de la cocina, serví café negro y caliente, muy caliente. Lo preparé con un poco de leche y tuve el choque de la mañana.  Hace unos meses que me vengo sintiendo igual todos los días. Un poco feliz, un poco triste, y un poco enojado. 

Feliz por haberme ido, por haber comenzado la construcción del espacio que toda la vida me he debido, ese que se me había negado y que ahora por a pequeños pasos he ido construyendo. Pienso en los muebles, los trastes e incluso las películas que poco a poco han hecho aparición en los espacios y recovecos del departamento. Los amigos que me han visitado, las risas que suenan entre los muros, las cervezas que se han destapado e incluso las lágrimas de melancolía que caen de repente. 

Triste por las cosas que irremediablemente se han quedado atrás, los recuerdos a medias, las historias perdidas. Cuantos nombres, cuantos rostros que han ido a parar por ahí. La constante sensación del abandono a mi propia familia, las heridas de la infancia que aún laceran en mi alma. La maldita autocompasión por sentirme feo, insuficiente, obeso. 

Y enojado también, por todos aquellos planes que no realicé. La lista de películas que ya no pudimos ver juntos, todos los planes echados a perder, los viajes que no se realizaron, la comida que seguro habíamos preparado, ahora yacerá fría sobre la mesa, esperando a que alguien más la coma. Las noches juntos, los recuerdos que ya no vivirán. 

Todo permanece ahí, revuelto. Una mezcla heterogénea, casi como la leche, los granos y la fruta del plato en el desayuno. 

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