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jueves, 25 de marzo de 2021

INVIERNO II

Oda a las 4 estaciones, que me ven romper y cavar en lo más hondo. Correr al abismo de mis emociones y chillar como loco cuando ya no queda más. Escribo para el sol, para las flores, para el calor y para el frío, para la lluvia y para el movimiento de las olas. Escribo para nadie, escribo para mi. 

Hace frío en la habitación, me hundo en la miseria de mis fantasmas del pasado con la noticia de una golpiza ciega. Y me apuro para cerrar las ventanas, el norte hace que golpetean de par en par. 

Vivo esclavo de mis ideas, que me hacen querer de más, sentir de más, siempre un poco más. Y se vuelve hastiante este camino en círculos, que no hace más que darme falsas ilusiones y resoluciones a medias. Vuelvo en mis pasos, camino sobre mis pisadas manchadas de tierra, arena y sangre. 

Sacude la brisa, se mete por mis costillas, pa llorar, pa reír, pa darme un madrazo en la cara. Mejor me río, pienso, es mejor reírse cuando ya no sabe uno que hacer. Y es que no lloro por ellos, lloro por mi. Por mi incansable búsqueda de paz mental, por mis esfuerzos de hacer de este lugar un casa habitable. Me esfuerzo por comprar un mueble nuevo o la edición especial de una película rarísima; para qué, me pregunto mientras agrego una cosa más a mi lista de deudas. 

Al final me voy a quedar solo, con mis recuerdos, sobre un mueble muy bello, mientras veo Amelie y me río de todos aquellos que no fueron, y de los que fueron y de quienes se irán y de quienes se van a quedar. Haré pasta con atún o tal vez chilaquiles desabridos, los comeré en la mesa del comedor, y una vez más el aire golpeará mi mejilla y sabré que esta es la única vida que tengo y a pesar de ser fea por ratos, es mía, ya no será de nadie más, solo mía. 

Este aire frío del invierno me dio mucho de nuevo. Dudas, recuerdos a medias, nuevos caminos que parecen interesantes y que poco a poco se van a diluir como mi sudor entre las olas del mar. 


lunes, 8 de marzo de 2021

PAPAYA Y YOGUR

Desperté a las 8:00 a.m, en punto; como si una alarma exacta hubiera sonado en mi cabeza. Desperté de golpe y corrí a preparar el desayuno: papaya con yogur y un poco de granola. Parte de la mentira de mi constante dieta que comienzo los Lunes y que rompo los Viernes con cerveza y frituras. 

Me senté en la mesa de la cocina, serví café negro y caliente, muy caliente. Lo preparé con un poco de leche y tuve el choque de la mañana.  Hace unos meses que me vengo sintiendo igual todos los días. Un poco feliz, un poco triste, y un poco enojado. 

Feliz por haberme ido, por haber comenzado la construcción del espacio que toda la vida me he debido, ese que se me había negado y que ahora por a pequeños pasos he ido construyendo. Pienso en los muebles, los trastes e incluso las películas que poco a poco han hecho aparición en los espacios y recovecos del departamento. Los amigos que me han visitado, las risas que suenan entre los muros, las cervezas que se han destapado e incluso las lágrimas de melancolía que caen de repente. 

Triste por las cosas que irremediablemente se han quedado atrás, los recuerdos a medias, las historias perdidas. Cuantos nombres, cuantos rostros que han ido a parar por ahí. La constante sensación del abandono a mi propia familia, las heridas de la infancia que aún laceran en mi alma. La maldita autocompasión por sentirme feo, insuficiente, obeso. 

Y enojado también, por todos aquellos planes que no realicé. La lista de películas que ya no pudimos ver juntos, todos los planes echados a perder, los viajes que no se realizaron, la comida que seguro habíamos preparado, ahora yacerá fría sobre la mesa, esperando a que alguien más la coma. Las noches juntos, los recuerdos que ya no vivirán. 

Todo permanece ahí, revuelto. Una mezcla heterogénea, casi como la leche, los granos y la fruta del plato en el desayuno.