Veinticuatro horas tiene un día. Veinticuatro es el número de este año.
Veinticuatro años han pasado y no ha habido un momento que recuerde en el que no me haya sentido perdido, agobiado.
De repente y como cada año, sucumbí ante las lágrimas, casi como una tradición, como un rito que se hace presente. No hay vez en la que no haya llorado al menos una vez durante el día. A veces lágrimas de borracho, a veces lágrimas de tristeza, a veces lágrimas de miedo y otras tantas de agonía.
Me siento ansioso como cada año, me siento triste como cada año, y no importa cuando haya pasado el tiempo, me siento aún como un niño aterrado.
La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque, aún no ha tocado el suelo.
Aún soy el niño que llora en las fiestas, el de las borracheras, el de la indecisión, de la inmadurez a flote. Si quieres conocerme, veme así, berreando por cosas que a nadie le interesan.